En una religión como el Batuque, concebida como un todo que glorifica la vida, hablar de muerte es casi imposible, aún cuando engloba el concepto como parte de su existencia, evidenciada en la presencia de un local específico -el Balé o Igbàle- donde se rinde culto a los ancestros del grupo. Pero estas ceremonias se efectúan por lo general sólo de tanto en tanto, y son restringidas a las personas más allegadas a la casa de Batuque o a la muerte física de afiliados a ella en los grados más altos. Indefectiblemente, cuando se menciona a alguien que no está más, se antecede -como ocurre en el interior del país- la palabra "finado" o "fallecido", como para connotar su estado diferente -peligrosidad, àshé específico, situación más allá- aún mediante el lenguaje. En efecto, todo recaudo es poco en la observación de los rituales para los égún, fuerzas a las que de hecho casi se les respeta más -o de otro modo- que a los orisha.
Como vimos anteriormente, cada jefe de culto guarda en su casa no sólo sus objetos rituales, sino también los que pertenecen a sus hijos espirituales que por razones diversas no pueden tenerlos en sus propios domicilios. Otros hijos que ya hubieran llegado al punto de poder alojar sus àshé en su propia casa, forman, con el templo-madre, una especie de "gajos" o "renuevos" ligados por parentesco ritual. Por motivos obvios, el caso de fallecimiento de hijos cuyos àshé aún estén en la casa madre, comporta un grado menor de alteraciones en el ritmo de funcionamiento de las casas "hijas", cumpliéndose los procesos rituales - de rigor en la casa del jefe. Es siempre menos simple llevar a cabo los ritos necesarios en casas de quienes son a su vez jefes o cabezas de ilé, liberados o no, ritos que vía de regla serán efectuados por quien aprontó esos àshé, o en su defecto por el padrino o madrina, o en último caso por otro sacerdote que posea la autoridad y conocimiento necesarios para dar cumplimiento al desligamiento o neutralización de las obligaciones.
Cuando muere un jefe lo primero que debe hacerse es "despachar" o sea disponer la salida de la energía de los orisha de la calle, Bara Lodé y Ogùn Avagan que son los dioses y custodios del camino. Ambos orisha se despachan en un lugar bien alto donde haya malezas, especialmente tártago, depositados sobre una "cama" de maíz tostado, sacrificándose encima tres gallos y un casal de palomas. La obligación se abandona allí, entre la "cama" de cereal (renovación de la vida) y el "cobertor" de plumas, garantía de la incesante rueda de los ciclos universales. Las quartinhas se quiebran totalmente así como el recipiente donde reposaba el ocutá, quedando los trozos en derredor de esa obligación liberada en su elemento natural. Antes de quebrarlas se envuelven en un paño rojo (color de Bara) y por sobre éste uno blanco, color de luto. Esos paños son pasados por el cuerpo de quien efectúa el despacho, rompiéndolos luego como señal de disgregación. Vueltos a la casa se retira a Ajelu, Bara de dentro de casa, se lleva a la playa, donde se cumple un ritual idéntico al anterior, sólo que la cama en vez de ser tostada es hervida. Despachar a los Bara en primer término simboliza la necesidad de "abrir los caminos" de quien partió.
Todos los otros asentamientos ya se bajaron de las prateleiras (estantes del pèji), se dice que están "arriados", con las respectivas quartinhas del agua vacías y acostadas. Sólo las del dueño de casa si éste fuera el caso son apoyadas sobre la boca de las mismas, esto es, paradas al revés.
Toda la obligación permanece sobre un mantel blanco en el igbàle hasta el séptimo día, cubierta con el ala de Oshala, también blanco. Sólo quedarán arriadas del mismo modo pero en el pèji si el fallecido era el jefe de la casa. De todos modos, las quartinhas de todos los hijos cuya obligación aún estuviera en ese pèji, se bajan, vacían en el verde y se acuestan en el suelo en señal de luto y permanecerán allí hasta la "misa del mes", cuando serán llevadas a otros templos. Si alguno de los hijos fuese encargado de la sucesión de la casa, el trigésimo primer día se llenarán y subirán las quartinhas aunque la casa no deba funcionar para rituales de Batuque por espacio de un año. Las quartinhas que estén en casa de los hijos del jefe fallecido también guardarán luto por treinta días, pero no puede nadie batir cabeza, pasar servicios religiosos, encender velas, saludar ritualmente a los orisha, consultar buzios, ni dar su bendición del mismo modo que en el pèji del difunto. Estas interdicciones alcanzan a los hermanos religiosos del extinto. Pasados los treinta días pueden retomar sus funciones exceptuando "toques" o marcar obligaciones hasta cumplirse el año y un día. Al año y dos días se efectúa un sacrificio en honra del fallecido y entonces sí todo vuelve paulatinamente a su ritmo.
En general es bastante raro que luego de la muerte de un jefe el ilé siga funcionando, contrariamente a lo que sucede en el Candomblé, que la sucesión es lo normal; pero nada impide que un babalorisha o iyalorisha designe en vida a uno de sus hijos para continuar su tarea, aún legando sus santos de afuera -que en rigor pertenecen más a la comunidad del templo que a él mismo, contrariamente a su Bara de dentro, que es personal-.
Para el entierro, el fallecido es vestido con su mejor ropa ritual y adornado con sus guías imperiales y chuveiros. Pero del lado que no se ve, esa ropa estará rasgada, y los hilos de cuentas cortados a propósito, señalando las diferencias vida/muerte, en las circunstancias en las que ningún adepto viste una prenda rota o come en un plato cascado. La caramelera con el asentamiento de bori descansa en el cajón, destapada, bajo la cabeza del muerto. Toda la ropa ritual y uniformes que perteneciera a éste es rasgada, preparándosela para los siguientes tramos del camino de despedida. Se descuenta que el velatorio de los miembros del Batuque que han alcanzado los grados superiores de jefatura no se efectúa en otro lugar que no sea su templo, ya que hay rituales que en las casas de servicio fúnebre no podrían hacerse. Se prepara en la cocina de la casa un abundante "risotto", es decir arroz con pollo o gallina, comida que sólo se toma en estos casos, ya que al considerarse "comida de égún" ningún adepto la prueba en otra ocasión. El féretro se coloca en medio del salón, donde los orisha danzan, sostenido por sillas o bancos. Bajo, un plato con la comida de égún -el primer cucharón de la olla- testifica la comunión entre los mundos. En derredor cada cual con su plato en mano, pide "agó" a su jefe para comer, como en las fiestas comunes de orisha.
Al anochecer, en torno al cajón, se forma la "rueda de égún", todos de blanco -el color del luto- y calzados, muy juntos y sin expresar los gestos característicos de los trabajos de los orisha. Contrariamente a la rueda normal, que sólo avanza en sentido antihorario, ésta avanza y retrocede cuidando cada uno no pisar ni ser pisado.
En algunas casas el ala de Oshala queda suspendido encima del muerto durante todo el tiempo que permanezca en la casa, como solicitando protección y misericordia para el que parte. Llegado el momento de salir para el cementerio el féretro es levantado y oscilado en su posición por nueve veces, y es retirado, siempre nueve pasos adelante y reculando tres atrás, hasta colocarlo en el coche que lo conducirá, no sin antes hamacarlo nueve veces. Nueve, número de lansã Igbàle y égún, la reina de la escoba que todo lo barre y su cortejo de esqueletos. Por cierto que el coche fúnebre de empresa del ramo es una moderna adaptación. En rigor, el cadáver ilustre debería ser cargado y bailado desde su ilé àshé hasta el ilé iku, deteniéndose en cada encrucijada para recibir y brindar los últimos respetos, con los atabaques tocando en sordina, de espaldas. Pero los tiempos han cambiado, el ritmo de la ciudad es hoy otro, y sólo en la puerta del cementerio se retomará el cajón para mecerlo, avanzando y retrocediendo, hasta llegar al lugar destinado como última morada. Allí entonces se agitarán los pañuelos blancos de la despedida y cantando la reza correspondiente, se rogará al orisha que en vida del égún gobernara su cabeza le conceda descanso. Socialmente, el difunto ha sido separado de los vivos, ingresó en el mundo de los que han sido, es un ancestro, un antepasado del grupo de culto. Ocupa un lugar tan destacado como en vida, pero en sentido inverso: provocará desde ahora un temor proporcional al poder que tuviera en su vida sacerdotal, solo que no mezclado más con amor o devoción. Comenzó a experimentar el respetuoso exilio al que lo relega el mundo del Batuque.
El "despacho" del eru
Cuanto más alto sea el grado de iniciación del difunto, tanto más costosa será la despedida -ineludible, por cierto-, sacrificándose animales, aves y cuadrúpedos para cada uno de los asentamientos que tuviese hechos. A diferencia de la normalidad (polaridad vida) no importa el color de los animales, sólo que haya suficientes para aplacar al égún. Tampoco se los limpiará adecuadamente, se dividirán en dos trozos -partes derechas e izquierdas, las patas enfrentadas hacia la calle, las inhalas se presentan crudas. Es decir, todo el rito cumple una oposición. Los allegados sólo comerán de las partes derechas, relacionándose las izquierdas con el pasado, el duelo por quien "pasó".
Las limpiezas son integradas por ingredientes no comunes, el omiero contiene yerba mate y café, se utilizan pembas ralladas negra, marrón y blanca o carbón pulverizado, polvo de ladrillo y albayalde, como símbolos de la tierra, oscura y fértil, y la claridad de la luz eterna. Escarbadientes, que representan a los vivos, son utilizados por los presentes para protegerse de los destellos de energía negativa que pueden restar del égún. En fin, los orisha que ocupan a sus hijos no ostentan la gozosa complacencia por estar y danzar de los días normales. Se desplazan apenas, se saludan entre ellos y saludan los puntos de rigor de modo diferente, marcando siempre que esa llegada es pesarosa, contraria a la normal en la que glorifican la vida. Tampoco dejan su asheré cuando parten, y la puerta del pèji está cerrada.
Dentro del cuarto sagrado, en medio, el amala de Shangò marca asimismo sus diferencias, confeccionado con abundante repollo.
Los objetos del muerto van siendo colocados, rotos ya, alternados con las comidas de égún en grandes canastos. El tamborero inicia el toque de atètè y cada uno se limpia sobre los cestos. Hecho esto, se sacrifican aves encima y se colocan flores y velas, que son encendidas. Pasado un tiempo prudencial, estas últimas son apagadas y los canastos alzados y oscilados, llevándose a despachar al mar. El eru ha quedado, definitivamente, liberado de sus obligaciones rituales.
Ahora solo resta, si fuera el caso, "sentarlo" en el igbàle para que, de tanto en tanto, pueda ser cultuado. Los habitantes de este espacio también sagrado, pero en otro sentido- cumplen función de "centinelas" de la casa de Batuque. Son presencias invisibles que garantizan al dueño de casa la no intromisión de otros égún que podrían ser hostiles. De algún modo, el igbàle es una fuerza mágica de reserva, de defensa y ataque del que se sirve un babalorisha o iyalorisha para controlar su territorio particular, en forma más o menos reservada. Y desde allí los ancestros también marcan las normas del grupo, estableciéndose como custodios del caos, tanto exterior como interior.
Para quienes nunca han visto un igbàle, o balé como se le denomina corrientemente, se trata de una construcción sin ventanas, con una única puerta siempre cerrada. Dentro de ella hay un pozo (buraco) donde se efectúan los ritos pertenecientes al culto de los égún. Ese es todo el misterio, porque lo más importante, en realidad, es lo que no se ve.
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Bibliografía
Libro: CONTRIBUCIÓN AL ESTUDIO DEL BATUQUE - una religión natural: ni locos, ni raros
Autor: Bàbálórisà Milton Acosta Òséfúnmi
Montevideo, Uruguay, 1996
©Copyright Milton Acosta